viernes, 23 de octubre de 2009

de Mario Vargas Llosa (2):

Mario Vargas Llosa
Contemporáneo (1936)
Periodista, Escritor y Ensayista Peruano
La Ciudad y los Perros
(fragmento)

El Esclavo estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: “venga con nosotros, perro”. El sonrió y los siguió dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana eran abordados y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo:
- Para empezar, cante cien veces “soy un perro”, con ritmo de corrido mexicano.
No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago.
- No quiere – dijo la voz – El perro no quiere cantar.
Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió:
- Cante cien veces “soy un perro”, con ritmo de corrido mexicano.
Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de “Allá en el rancho grande”; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente.
- Basta – dijo la voz -. Ahora, con ritmo de bolero.
Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron:
- Párese.
Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó:
-¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho.
Las bocas volvieron a abrirse y el cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo:
- Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien.
Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez.
El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente.
- Bueno – dijo la voz - ¿Cuál ha pegado más fuerte?
- El de la izquierda.
- ¿Ah, sí? – replicó la voz cambiante - ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien.
El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio.
- Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte?
- Los dos igual.
- Quiere decir que han quedado tablas – precisó la voz – Entonces tienen que desempatar.
Un momento después, la voz incansable preguntó:
- A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos?
- No – dijo el Esclavo.
Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: “cuidado, con las rayas, Ricardito” y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable.
- Mentira – dijo la voz – Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro?
El pensó: “ya terminaron”. Pero sólo acababan de comenzar.
- ¿Usted es un perro ó un ser humano? – preguntó la voz.
- Un perro, mi cadete.
- Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan en cuatro patas.
El se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas.
- Bueno – dijo la voz -. Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo.
El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó:
- No sé, mi cadete.
- Pelean – dijo la voz – Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden.
- El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como látigo.
- Basta – dijo la voz -. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra.
¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle?
- No, mi cadete – dijo el Esclavo.
- Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen.
Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día ó había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre, un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: “Juro que me escaparé. Mañana mismo”. La cuadra estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos, pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de silencio, nació el Círculo.

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