miércoles, 21 de octubre de 2009

de Mario Vargas Llosa (1):

Mario Vargas Llosa
Contemporáneo (1936)
Periodista, Escritor y Ensayista Peruano
La Ciudad y los Perros
(fragmentos)
II

Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido.
El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos ó tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al exámen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao.


* * *

El aula de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. “Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo”. El Jaguar y los suyos le advirtieron: “dos ó se reunirá el Círculo”.
- Sólo veinte puntos – dice Vallano -, Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.
- No – responde Alberto -. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me dictas. Me muestras tu exámen.
- Te dicto.
Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia.
-¿Cómo la vez pasada? Me dictaste mal a propósito.
Vallano ríe.
- Cuatro cartas – dice – De dos páginas.
El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos y malévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua.
- Al que saque el libro ó mire al compañero se le anula la prueba – dice -. Y, además, seis puntos.
Brigadier, reparta los exámenes.
- Rata.
El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja la camisa.
- Anulado el pacto – dice Alberto -. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro.
Arrospide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj.
- Las ocho – dice – Tienen cuarenta minutos.
- Rata.
-¡Aquí no hay un solo hombre! – ruge Pezoa – Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata.
Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio en desorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: “rata, rata”.
- ¡Silencio, cobardes! – grita el suboficial.
En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido y cohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado anchas para su cuerpo.
-¿Qué ocurre Pezoa?
El suboficial saluda.
- Se las dan de graciosos, mi teniente.
Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio.
-¿Ah, sí? – dice Gamboa – Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes.
Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tanto uniforme.
- Vallano – susurra Alberto – El pacto vale.
Sin mirarlo, el negro mueve la cabeza y se pasa un dedo por el cuello como una guillotina. Arróspide ha terminado de repartir las pruebas. Los cadetes inclinan las cabezas sobre las hojas. “Quince más cinco, más tres, más cinco, en blanco, más tres, en blanco, pucha, en blanco, más tres, no, en blanco, son ¿cuánto?, treinta y uno, hasta el garguero. Que se fuera por la mitad, que lo llamaran, que pasara algo y tuviera que irse corriendo, Pies Dorados”. Alberto responde las preguntas, lentamente, con letra de imprenta. Los tacos de Gamboa suenan contra las baldosas. Cuando un cadete levanta la vista de su exámen, encuentra siempre los ojos burlones del teniente y escucha:
-¿Quiere que le sople? Y baje la cabeza. A mí sólo me miran mi mujer y mi sirvienta.
Cuando termina de responder lo que sabe, Alberto mira a Vallano: el negro escribe a toda prisa, mordiéndose la lengua. Explora la clase con infinitas precauciones; algunos simulan escribir deslizando la pluma en el aire a unos milímetros del papel. Relee la prueba, contesta otras dos preguntas cuya respuesta intuye oscuramente. Comienza un ruido distante y subterráneo; inquietos, los cadetes se mueven en sus asientos. La atmósfera se condensa; algo invisible flota sobre las cabezas inclinadas, una pasta tibia e inasible, una nebulosa, un sentimiento aéreo, un rocío. ¿Cómo escapar unos segundos a la vigilancia del teniente, a esa presencia?
Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano ó un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aún la lengua de playa en que se asientan los acantilados): “¡Crúcenla pájaros!”, los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ilimitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos -¡ah, si fueran cabezas de chilenos ó ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran!-, llegan al pie de la tapia transpirando y jurando, cruzan el fusil en bandolera y alargan las manos hinchadas, hunden las uñas en las grietas, se aplastan contra el muro, y reptan verticalmente, los ojos prendidos del borde que se acerca, y luego saltan y se encogen en el aire y caen y sólo escuchan sus propias maldiciones y su sangre exaltada que quiere abrirse paso hacia la luz por las sienes y los pechos. Pero Gamboa está ya al frente, en lo alto de un peñón, apenas arañado, husmeando el viento marino, calculando. En cuclillas ó tendidos, los cadetes lo observan: la vida y la muerte dependen de sus labios. De pronto, su mirada se despeña colérica, los pájaros se transforman en larvas. “¡Sepárense! ¡Están amontonados como arañas!” Las larvas se incorporan, se despliegan, los viejos uniformes de campaña mil veces zurcidos se inflan con el viento y los parches y remiendos parecen costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa, dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo.
El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples: obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aún de simpatía.

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