domingo, 25 de octubre de 2009
de Nietzsche:
de Esteban Echeverría (3):
de Esteban Echeverría (2):
de Esteban Echeverría (1):
sábado, 24 de octubre de 2009
de Julio Cortázar (2):
"Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
viernes, 23 de octubre de 2009
de La Ciudad y los Perros:
La opresión, que no es sino un control aplastador, es necrófila. Se nutre del amor a la muerte y no del amor a la vida. Desde el momento en que se fundamenta sobre un concepto mecánico, estático, especializado de la conciencia y por el cual, transforma a los individuos en recipientes, en objetos, no puede esconder su marca necrófila. No se deja mover por el ánimo de liberar el pensamiento mediante el accionar de los hombres, los unos con los otros, en la tarea común de rehacer el mundo y transformarlo en un mundo cada vez más humano.
Su ánimo es justamente lo contrario: el de controlar el pensamiento y la acción conduciendo a los hombres a la adaptación del mundo. Equivale a inhibir el poder de creación y de acción. Y al hacer esto, al obstaculizar la actuación de los hombres como sujetos de acción, como seres capaces de opción los frustra.
Así, cuando por un motivo cualquiera, los hombres sienten la prohibición de actuar, cuando descubren su incapacidad para desarrollar el uso de sus facultades, sufren.
Sufrimiento que proviene “del hecho de haberse perturbado el equilibrio humano”. El no poder actuar, que provoca el sufrimiento, provoca también en los hombres el sentimiento de rechazo a su impotencia. Intenta entonces “reestablecer la capacidad de acción”.
Sin embargo, ¿puede hacerlo? ¿y cómo?, pregunta Fromm. Y responde que un modo es el de someterse a una persona ó grupo que tenga poder e identificarse con ellos. Por esta participación simbólica en la vida de otra persona, el hombre tiene la ilusión que actúa, cuando, en realidad, no hace sino someterse a los que actúan y convertirse así en una parte de ellos.
Tomado de "El Corazón del Hombre" de Erich Fromm.
de Mario Vargas Llosa (2):
- Para empezar, cante cien veces “soy un perro”, con ritmo de corrido mexicano.
No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago.
- No quiere – dijo la voz – El perro no quiere cantar.
Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió:
- Cante cien veces “soy un perro”, con ritmo de corrido mexicano.
Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de “Allá en el rancho grande”; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente.
- Basta – dijo la voz -. Ahora, con ritmo de bolero.
Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron:
- Párese.
Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó:
-¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho.
Las bocas volvieron a abrirse y el cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo:
- Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien.
Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez.
El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente.
- Bueno – dijo la voz - ¿Cuál ha pegado más fuerte?
- El de la izquierda.
- ¿Ah, sí? – replicó la voz cambiante - ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien.
El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio.
- Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte?
- Los dos igual.
- Quiere decir que han quedado tablas – precisó la voz – Entonces tienen que desempatar.
Un momento después, la voz incansable preguntó:
- A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos?
- No – dijo el Esclavo.
Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: “cuidado, con las rayas, Ricardito” y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable.
- Mentira – dijo la voz – Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro?
El pensó: “ya terminaron”. Pero sólo acababan de comenzar.
- ¿Usted es un perro ó un ser humano? – preguntó la voz.
- Un perro, mi cadete.
- Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan en cuatro patas.
El se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas.
- Bueno – dijo la voz -. Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo.
El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó:
- No sé, mi cadete.
- Pelean – dijo la voz – Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden.
- El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como látigo.
- Basta – dijo la voz -. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra.
¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle?
- No, mi cadete – dijo el Esclavo.
- Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen.
Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día ó había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre, un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: “Juro que me escaparé. Mañana mismo”. La cuadra estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos, pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de silencio, nació el Círculo.
miércoles, 21 de octubre de 2009
de Mario Vargas Llosa (1):
Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido.
El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos ó tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al exámen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao.
* * *
El aula de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. “Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo”. El Jaguar y los suyos le advirtieron: “dos ó se reunirá el Círculo”.
- Sólo veinte puntos – dice Vallano -, Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.
- No – responde Alberto -. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me dictas. Me muestras tu exámen.
- Te dicto.
Las carpetas son de a dos. Delante de Alberto y Vallano, que están en la última fila, se sientan Boa y Cava, ambos de grandes espaldas, buenos biombos para escapar a la vigilancia.
-¿Cómo la vez pasada? Me dictaste mal a propósito.
Vallano ríe.
- Cuatro cartas – dice – De dos páginas.
El suboficial Pezoa aparece en la puerta con un alto de exámenes. Los mira con sus ojos pequeñitos y malévolos; de cuando en cuando, moja la punta de sus bigotes ralos con la lengua.
- Al que saque el libro ó mire al compañero se le anula la prueba – dice -. Y, además, seis puntos.
Brigadier, reparta los exámenes.
- Rata.
El suboficial da un respingo, enrojece; sus ojos parecen dos cicatrices. Su mano de niño estruja la camisa.
- Anulado el pacto – dice Alberto -. No sabía que venía la rata. Prefiero copiar del libro.
Arrospide distribuye las pruebas. El suboficial mira su reloj.
- Las ocho – dice – Tienen cuarenta minutos.
- Rata.
-¡Aquí no hay un solo hombre! – ruge Pezoa – Quiero verle la cara a ese valiente que anda diciendo rata.
Las carpetas comienzan a animarse; se elevan unos centímetros del suelo y caen, al principio en desorden, luego armoniosamente, mientras las voces corean: “rata, rata”.
- ¡Silencio, cobardes! – grita el suboficial.
En la puerta del aula aparecen el teniente Gamboa y el profesor de Química, un hombre escuálido y cohibido. Junto a Gamboa, que es alto y atlético, parece insignificante con sus ropas de civil, demasiado anchas para su cuerpo.
-¿Qué ocurre Pezoa?
El suboficial saluda.
- Se las dan de graciosos, mi teniente.
Todo está inmóvil. Reina absoluto silencio.
-¿Ah, sí? – dice Gamboa – Vaya a la segunda, Pezoa. Yo cuidaré a estos jóvenes.
Pezoa vuelve a saludar y se marcha. El profesor de Química lo sigue; parece asustado entre tanto uniforme.
- Vallano – susurra Alberto – El pacto vale.
Sin mirarlo, el negro mueve la cabeza y se pasa un dedo por el cuello como una guillotina. Arróspide ha terminado de repartir las pruebas. Los cadetes inclinan las cabezas sobre las hojas. “Quince más cinco, más tres, más cinco, en blanco, más tres, en blanco, pucha, en blanco, más tres, no, en blanco, son ¿cuánto?, treinta y uno, hasta el garguero. Que se fuera por la mitad, que lo llamaran, que pasara algo y tuviera que irse corriendo, Pies Dorados”. Alberto responde las preguntas, lentamente, con letra de imprenta. Los tacos de Gamboa suenan contra las baldosas. Cuando un cadete levanta la vista de su exámen, encuentra siempre los ojos burlones del teniente y escucha:
-¿Quiere que le sople? Y baje la cabeza. A mí sólo me miran mi mujer y mi sirvienta.
Cuando termina de responder lo que sabe, Alberto mira a Vallano: el negro escribe a toda prisa, mordiéndose la lengua. Explora la clase con infinitas precauciones; algunos simulan escribir deslizando la pluma en el aire a unos milímetros del papel. Relee la prueba, contesta otras dos preguntas cuya respuesta intuye oscuramente. Comienza un ruido distante y subterráneo; inquietos, los cadetes se mueven en sus asientos. La atmósfera se condensa; algo invisible flota sobre las cabezas inclinadas, una pasta tibia e inasible, una nebulosa, un sentimiento aéreo, un rocío. ¿Cómo escapar unos segundos a la vigilancia del teniente, a esa presencia?
Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano ó un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aún la lengua de playa en que se asientan los acantilados): “¡Crúcenla pájaros!”, los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ilimitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos -¡ah, si fueran cabezas de chilenos ó ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran!-, llegan al pie de la tapia transpirando y jurando, cruzan el fusil en bandolera y alargan las manos hinchadas, hunden las uñas en las grietas, se aplastan contra el muro, y reptan verticalmente, los ojos prendidos del borde que se acerca, y luego saltan y se encogen en el aire y caen y sólo escuchan sus propias maldiciones y su sangre exaltada que quiere abrirse paso hacia la luz por las sienes y los pechos. Pero Gamboa está ya al frente, en lo alto de un peñón, apenas arañado, husmeando el viento marino, calculando. En cuclillas ó tendidos, los cadetes lo observan: la vida y la muerte dependen de sus labios. De pronto, su mirada se despeña colérica, los pájaros se transforman en larvas. “¡Sepárense! ¡Están amontonados como arañas!” Las larvas se incorporan, se despliegan, los viejos uniformes de campaña mil veces zurcidos se inflan con el viento y los parches y remiendos parecen costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa, dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo.
El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples: obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aún de simpatía.
miércoles, 14 de octubre de 2009
de Hermann Karl Hesse (2):
de Hermann Karl Hesse (1):
El nombre de Gotama ó Gautama Buda, por el que se conce al Buda histórico, es una combinación del nombre de su familia Gautama, y el epíteto Buda, que significa El Iluminado. Hijo del jefe de la clase guerrera Sakya, de Kapilavastu, Buda nació con el nombre de Siddhartha*. Después de su iluminación fue conocido tambián por el nombre de Sakyamuni (sabio de los Sakyas). Según la tradición, Buda empezó a buscar la iluminación a los 29 años, cuando vió por primera vez un anciano, un hombre enfermo y un cadáver, descubriendo de pronto que el sufrimiento es el destino de toda la humanidad. Después se encontró con un pacífico y sereno monje mendicante, y a partir de entonces decidió adoptar su forma de vida, por lo que abandonó a su familia, la riqueza y el poder para iniciar la búsqueda de la Verdad ("Gran Renuncia"). Así pues, abandonó el palacio, a su mujer y a su hijo Rahula ("Vínculo") y salió al encuentro del mundo. Vagó como mendigo por el norte de la India y durante casi seis años se esforzó por alcanzar la iluminación a través de la práctica de un severo ascetismo. Tras demostrarse infructuoso este método, abandonó su régimen ascético, aunque perdió en este proceso a sus discípulos, quienes condenaron en él lo que consideraron su nueva debilidad. A los 35 años de edad dió un gran paso hacia la Iluminación mientras estaba sentado bajo una higuera de agua en Bod Gaya. La tradición dice que una noche se sentó decidido a no levantarse hasta haber alcanzado el Nirvana. Primero fue asaltado por los ejércitos demoníacos de Mara, señor de la ilusión, que intentaron sustraerle de su meditación. Mara se retiró vencido, incapaz de romper su concentración, y Buda siguió meditando. Durante la noche, alcanzó niveles de conciencia cada vez más altos, llegando a conocer sus vidas anteriores y al "Ojo divino" capaz de seguir la reencarnación de todos los seres.
* Siddhartha significa "aquel que alcanzó sus objetivos" o "todo deseo ha sido satisfecho". El nombre del Buda, antes de su renunciación, era el Príncipe Siddhartha Gautama, luego el Buda Gautama. El personaje principal de Siddhartha en el libro no es la misma persona que el Buda, ya que en el libro se transforma en "Gotama" .