domingo, 13 de diciembre de 2009

de Diógenes de Sínope (1):

Diógenes de Sínope
413 - 327 a.c.
Filósofo griego

"Habiéndole invitado uno a entrar en su lujosa mansión, le advirtió a Diógenes que no escupiese en ella, tras lo cual éste arrancó una buena flema y la escupió en la cara del dueño, para decirle después que no le había sido posible hallar un lugar más inmundo en toda la casa"


- En otra oportunidad, estaba Diógenes cenando lentejas cuando le vió el filósofo Aristipo, que vivía confortablemente a base de adular al rey.

Aristipo le dijo:

- "si tú hubieras aprendido a ser sumiso al rey, hoy no tendrías que estar comiendo esa basura de lentejas".

A lo que Diógenes respondió:

- "y si tú hubieses aprendido a comer lentejas, hoy no tendrías que estar adulando al rey".


- En otra ocasión le preguntaron por qué la gente le daba limosna a los pobres y no a los filósofos, a lo que Diógenes respondió: "porque cuando la gente da limosna a los pobres piensa que ellos también pueden llegar a ser pobres; pero en cambio, nunca podrán llegar a ser filósofos"


- Platón había definido al hombre como un animal bípedo implume, y su definición obtuvo gran fama. Diógenes desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela, diciendo: "Este es el hombre de Platón". A consecuencia de ello, se añadió a la definición: "Con uñas anchas".



- Menipo nos cuenta como fue la venta de Diógenes cuando después de ser capturado como esclavo, el subastador lo ofreció al mejor postor. Se le preguntó que sabía hacer: "Mandar" contestó; y el subastador le dijo: "Pregona si alguien desea adquirir un amo". Jeníades fue su comprador y a él le aseguró que debía obedecerle aunque fuera su esclavo, del mismo modo que obedecería a un médico si fuese esclavo. Le dijo: "Disponte a cumplir mis órdenes". Eubulo nos cuenta que envejeció en casa de Jeníades y al morir fue enterrado por sus hijos, que lo tenían en gran estima después de tantos años en los que fue su preceptor.



Diógenes y los perros


Algunas anécdotas sobre Diógenes hablan acerca de su comportamiento como el de un perro y sus alabanzas a las virtudes de los perros. Esto tiene su razón de ser en la palabra cínico. El nombre de cínicos tiene dos orígenes diferentes asociados a sus fundadores. el primero viene del lugar donde Antístenes, su maestro, fundó la escuela y solía enseñar la filosofía, que era el santuario y el gimnasio de Cinosargo, cuyo nombre significaría kyon argos, es decir perro ágil ó perro blanco. El segundo origen tiene que ver con el comportamiento de Antístenes y de Diógenes, que se asemejaban al de los perros, por lo cual la gente les apodaba con el nombre de kynikos, perro. Por lo tanto, kynikos ó cínicos sería similares al perro ó aperrados. Esta comparación viene por el modo de vida que habían elegido estos personajes, por su idea radical de libertad, su desvergüenza y sus continuos ataques a las tradiciones y los modos de vida sociales.

Quiénes comenzaron a apodar a Diógenes como "el perro" tenían la clara intención de insultarle con un epíteto tradicionalmente despectivo. Pero el paradójico Diógenes, halló muy apropiado el calificativo y se enorgulleció de él. Había hecho de la desvergüenza uno de sus distintivos y el emblema del perro le debió de parecer adecuado para defender su conducta. Los motivos por lo que se relaciona lo cínico con lo canino son: la indiferencia en la manera de vivir, la impudicia a la hora de hablar ó actuar en público, las cualidades de buen guardián para preservar los principios de su filosofía y, finalmente, la facultad de saber distinguir perfectamente los amigos de los enemigos. Diógenes decía irónicamente de sí mismo que, en todo caso, era "un perro de los que reciben elogios, pero con el que ninguno de los que lo alaban quiere salir a cazar". En mitad de un banquete, algunos invitados comenzaron a arrojarle huesos como si se tratara de un perro. Diógenes se les plantó enfrente y comenzó a orinarles encima, tal como hubiera hecho un perro. También le gritaron "perro" mientras comía en el ágora y el profirió: "Perros vosotros, que me rondáis mientras como! Con idéntica dignidad respondió al mismísimo Platón, que le había lanzado el mismo improperio: "Sí ciertamente soy un perro, pues regreso una y otra vez junto a los que me vendieron".-

jueves, 19 de noviembre de 2009

de Nietzsche:

Nietzsche Pop Art
"Die Arbeit, so dass ein unendlicher Horizont gibt nicht einschüchtern,so gewählt, dass wenn du dein Leben wieder erleben, konnte dies tun, ohne Angst"

"Obra de modo que un horizonte de infinitos retornos no te intimide; elige de forma que si tuvieras que vivir toda tu vida de nuevo, pudieras hacerlo sin temor"

de Schopenhauer:

Arthur Schopenhauer

" Denn da der ganze Mensch nur die Erscheinung seines Willens ist; so kann nichts verkehrter sein, als, von der Reflexion ausgehend, etwas Anderes sein zu wollen, als man ist "


" Puesto que el Hombre en su totalidad es sólo el Fenómeno de su Voluntad, nada puede resultar más absurdo que, partiendo de la Reflexión, querer ser algo Distinto a lo que se es "

de Voltaire:

Francois Marie Arouet Voltaire

" Je ne suis pas d´accord avec vos idées, mais je défendre votre droit sacré pour les exprimer "

" No estoy de acuerdo con tus ideas, pero defiendo tu sagrado derecho a expresarlas "

miércoles, 18 de noviembre de 2009

de Diógenes de Sínope (2):


Encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes de Sínope

Al oír hablar sobre Diógenes, Alejandro Magno quiso conocerlo. Así que un día en que el filósofo estaba acostado tomando el sol, Alejandro se paró ante él.
Diógenes se percató también de la presencia de aquel joven espléndido. Levantó la mano como comprobando que, efectivamente, el sol ya no se proyectaba sobre su cuerpo. Apartó la mano que se encontraba entre su rostro y el del extraño y se quedó mirándolo.
El joven se dió cuenta de que era su turno de hablar y pronunció:
- "Mi nombre es Alejandro El Grande". Pronunció esto último poniendo cierto énfasis enaltecedor que parecía más bien aprendido.
- "Yo soy Diógenes el perro"
Hay quienes dicen que retó a Alejandro Magno con esta frase, pero es cierto también que en Corinto era conocido como Diógenes el perro. Alejandro Magno era conocido en la polis así como en toda la Magna Grecia.
A Diógenes no parecía importarle quién era, ó quizá no lo sabía.
El Emperador recuperó el turno:
- "He oído de ti Diógenes, de quienes te llaman el perro y de quienes te llaman sabio. Me place que sepas que me encuentro entre los últimos y, aunque no comprenda del todo tu actitud hacia la vida, tu rechazo del hombre virtuoso, del hombre político, tengo que confesar que tu discurso me fascina".
Diógenes parecía no poner atención en lo que su interlocutor le comunicaba. Más bien comenzaba a mostrarse inquieto. Sus manos buscaban el sol que se colaba por el contorno de la figura de Alejandro Magno y cuando su mano entraba en contacto con el cálido fluir, se quedaba mirándola encantado.
- "Quería demostrarte mi admiración", dijo el Emperador. Y continuó: "Pídeme lo que tu quieras. Puedo darte cualquier cosa que desees, incluso aquellas que los hombres más ricos de Atenas no se atreverían ni a soñar".
- "Por supuesto. No seré yo quien te impida demostrar tu afecto hacia mí. Querría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me toquen es, ahora mismo, mi más grande deseo. No tengo ninguna otra necesidad y también es cierto que sólo tú puedes darme esa satisfacción".
Más tarde Alejandro comentó a sus Generales: "Si no fuera Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes".


martes, 17 de noviembre de 2009

de Arthur Schopenhauer (2):

Arthur Schopenhauer
1788 - 1860
Pensador y Filósofo Alemán
El Mundo como Voluntad y Representación
3. Caracteres de la Voluntad de Vivir

En conformidad, vemos a menudo un ser enfermizo, raquítico y deformado por la edad, la miseria y las enfermedades, implorar desde el fondo de su alma nuestra ayuda para prolongar una existencia cuyo término debiera ser el objeto de todos sus anhelos, si el hombre fuese guiado en este punto por un criterio objetivo. En vez de ello, es la voluntad ciega quien lo determina bajo la forma de voluntad de vivir, de alegría de vivir, de valor de vivir; es un impulso idéntico al que hace crecer a la planta. Este valor de vivir puede ser comparado a una cuerda tendida sobre la escena del mundo y de la cual pendiesen las marionetas sostenidas por hilos invisibles, mientras que sus pies sólo en apariencia tocan al tablado (valor objetivo de la vida). Si la cuerda cede, la marioneta baja; si se rompiera un día, la marioneta caería, pues el piso no la sostiene más que en apariencia. En otros términos, la relajación del valor de vivir es la hipocondría, el spleen. Su agotamiento trae la inclinación al suicidio, al cual se lanza el hombre por el motivo más nimio, a veces imaginario, como si se buscase camorra a sí mismo para matarse, como otros la buscan a otra persona; y hasta se da el caso de matarse sin motivo alguno.

La misma causa que obliga al hombre a soportar la vida le lleva también a agitarse y moverse para vivir. Nadie se mueve por impulso propio; la necesidad y el tedio son las cuerdas que ponen al peón en movimiento. De aquí que todos nuestros estados, así en su conjunto como en sus pormenores, lleven impreso el sello de la coacción: el individuo, perezoso en el fondo y anhelando el reposo, pero obligado a avanzar, se asemeja al planeta en que habita, al cual la fuerza que le impulsa hacia adelante es lo único que le impide caer sobre el sol. Así, pues todo está en estado de tensión perpetua y de movimiento forzado y la marcha del mundo se efectúa como decía Arisitóteles (De coelo 11, 13) ou fisei, alla bia (motu, non naturali, sed violento). Los hombres no son atraídos más que en apariencia, pues en realidad son empujados; no les atrae la existencia, es la necesidad lo que les espolea. La ley de motivación, como toda causalidad, es una pura forma del fenómeno. Dicho sea de pasada, éste es el origen del lado cómico, burlesco, grotesco y caricaturesco de la vida, pues cuando los individuos son empujados por detrás contra su voluntad, gesticulan y se mueven como pueden, y la confusión que de aquí nace ofrece un aspecto de los más grotescos; más no por eso son menos serios los dolores de la vida.
En todas estas consideracones se descubre claramente que la voluntad de vivir no es una consecuencia del conocimiento de la vida, no es, en cierto modo, una conclusio ex praemissis ni nada secundario; antes al contrario, es lo primero de lo primero, la premisa de todas las premisas, y precisamente por esto aquello de que la filosofía debe partir, pues la voluntad de vivir no existe como una consecuencia del mundo, sino el mundo como una consecuencia de la voluntad de vivir.




de Arthur Schopenhauer (1):


Arthur Schopenhauer
1788 - 1860
Pensador y Filósofo Alemán
El Mundo como Voluntad y Representación
3. Caracteres de la Voluntad de Vivir
(fragmentos)

Veamos ahora lo que sucede en la raza humana. En ella la cuestión se complica, revistiendo grave aspecto, pero el carácter principal sigue siendo el mismo. La vida se nos revela también aquí, no como un goce, sino como un tema, como un deber que hay que cumplir. Lo que en ella encontramos es también miseria por todas partes, fatiga constante, confesión perpetua, lucha eterna, agitación forzosa, los esfuerzos más extremados de cuerpo y de espíritu. Millones de hombres agrupados en naciones aspiran al bien común; cada individuo a su bien particular; pero esto no se consigue sino a costa de millares de víctimas. Los hombres se ven lanzados a la guerra, ya por insensatas quimeras, ya por sutilezas políticas.

Entonces es preciso que la sangre corra a torrentes. Cuando reina la paz, la industria y el comercio prosperan, se hacen descubrimientos asombrosos, los navíos surcan los mares en todas direcciones y se recorre hasta los confines del mundo para buscar tesoros de todas clases, y las olas se tragan los hombres a millares. Todos se agitan, los unos con el pensamiento, los otros con la acción; el tumulto es indescriptible, pero ¿cuál es el resultado final?. Permitir que las criaturas efímeras y atormentadas vivan un breve instante, a lo sumo, y en el mejor caso, en el seno de una miseria soportable que se convierte en aburrimiento, y luego hacerles perpetuar su especie, para que ésta comience el mismo trabajo.

La voluntad de vivir, mirada desde este punto de vista de la desproporción entre el trabajo y la recompensa, nos parece una tontería, ó subjetivamente como una quimera que alucina a toda criatura y que la lleva a consumir sus fuerzas, persiguiendo un fin que no tiene valor alguno. Pero después de más maduro exámen, veremos que se trata de un impulso ciego, de una inclinación sin fin ni razón.

Comparando, como antes lo hacíamos, la actividad incesante, seria, penosa, del hombre, con lo que a merced a ella obtiene ó podrá obtener, hallamos, por la desproporción que resulta, que el fin perseguido, es absolutamente insuficiente como fuerza motriz para explicar todo ese movimiento y ese tumulto sin fin. ¿Qué es un breve retraso de la muerte? ¿Qué es un débil alivio de la miseria humana, un corto aplacamiento del dolor, ó una satisfacción momentánea del deseo, junto al triunfo seguro de la muerte? ¿Tan exiguas ventajas pueden ser las causas reales que ponen en movimiento a toda la raza humana, innumerable porque se renueva sin cesar, y a la cual vemos correr, agitarse, empujarse, atormentarse, moverse convulsivamente, representar sin punto de reposo la tragicomedia de la historia del mundo, y lo que es peor, soportar la ironía de una existencia que los hombres se esfuerzan en prolongar todo lo posible?

Evidentemente, esto es inexplicable si buscamos las fuerzas motrices fuera de los personajes y pensamos que los hombres corren reflexivamente en pos de bienes cuya posesión no compensa los tormentos y trabajos que cuestan. Si la razón pudiera oírse en este asunto, ha mucho tiempo que los hombres habrían reconocido que el bollo no vale el coscorrón y habrían abandonado la partida. Más por el contrario, cada uno de nosotros defiende su vida como si fuera un precioso depósito, de que tuviera que responder y se consume entre los cuidados y tormentos que cuesta el conservarla. Ignora el porqué y el para qué, no conoce la recompensa; admite a cierra ojos y bajo palabra que el premio tiene un gran valor, pero ignora en qué consiste.

De aquí que yo haya dicho que las marionetas no están movidas por hilos exteriores, sino por un mecanismo interior. Este mecanismo, este rodaje infatigable es la voluntad de vivir, impulso reflexivo que no tiene razón suficiente en el mundo exterior. Ella es quien impide a los hombres abandonar la escena, el primum mobile de sus movimientos. Los motivos, los objetos exteriores, no determinan más que la dirección en los casos individuales, sin lo cual la causa no sería adecuada al efecto.

Toda manifestación de una fuerza natural tiene alguna causa, pero la fuerza misma no la tiene; igualmente todo acto aislado de la voluntad tiene un motivo, pero la voluntad carece de él; en el fondo, ambas cosas son una y la misma.

La voluntad es, en las cosas, el límite metafísico de toda observación en las cosas, más allá de lo cual no es posible ir.

El carácter absoluto y originario de la voluntad explica que el hombre ame sobre todas las cosas una existencia llena de miserias, de tormentos, de dolores, de angustias y, por añadidura, de aburrimiento, que si se la considera objetivamente debería ser para él un objeto de horror, siendo así que, por el contrario, nada teme tanto como ver llegar su término, que es lo único de lo que puede estar seguro.

de Goethe:

Johann Wolfgang von Goethe
por Andy Warhol

¡Licht, mehr Licht!
¡ Luz, más Luz !

jueves, 5 de noviembre de 2009

de Nicolás Maquiavelo (2):

Nicolás Maquiavelo
1469 - 1527
Político, Filósofo y Escritor Italiano
El Príncipe
XVIII. QUOMODO FIDÉS A PRINCIPIBUS SIT SERVANDA
(DE COMO LOS PRÍNCIPES HAN DE MANTENER LA PALABRA DADA)

Todo el mundo sabe cuán loable es que un príncipe mantenga la palabra dada y que viva con integridad y no con astucia. Sin embargo, en nuestros días hemos visto que los príncipes que han hecho grandes cosas han tenido muy poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres, superando al final a los que se han basado en la lealtad.
Por tanto, debéis saber que hay dos formas de combatir: una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de los animales. Pero, como la mayoría de las veces la primera no es suficiente conviene recurrir a la segunda. Por tanto, a un príncipe le es necesario saber utilizar correctamente el animal y el hombre. Esto se lo enseñaron a los príncipes de forma velada los antiguos escritores, que cuentan como Aquiles y muchos otros príncipes antiguos fueron entregados al centauro Quirón (1) para que los alimentara y los custodiase bajo su disciplina. El hecho de tener como preceptor a alguien mitad animal y mitad hombre significa que al príncipe le es necesario saber utilizar cualquiera de las dos naturalezas, y que la una sin la otra no aguanta.
Así pues, como al príncipe le es preciso saber utilizar bien su parte animal, debe tomar como ejemplo a la zorra y el león; pues el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Es indispensable, pues, ser zorra para conocer las trampas y león para asustar a los lobos. Aquéllos que simplemente se comportan como leones no comprenden nada de esto. Por consiguiente, un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se le vuelve en contra y hayan desaparecido los motivos que le hicieron prometer. y si los hombres fueran todos buenos, este precepto no valdría, pero, como son malvados y no te guardarían a ti su palabra, tu tampoco tienes porque guardársela a ellos. Y a un príncipe jamás le faltaron motivos legítimos para justificar el incumplimiento de lo apalabrado. De esto se podrían dar infinitos ejemplos y mostrar cuántas paces y cuántas promesas han sido inútiles y vanas, por el incumplimiento de los príncipes. Y aquél que mejor ha sabido comportarse como una zorra ha salido ganando; pero es necesario saber disfrazar bien esta naturaleza, y ser un gran simulador y disimulador. Y los hombres son tan simples y obedecen tanto a las necesidades del momento, que el que engaña encontrará siempre uno que se deje engañar.
No quiero silenciar uno de los ejemplos recientes. Alejandro VI no hizo ni pensó otra cosa que no fuera engañar a los hombres, y siempre encontró a alguien a quien poder hacérselo. Y nunca hubo hombre alguno que aseverase con mayor rotundidad, y que con mayores juramentos afirmase algo y que menos lo cumpliese. Pero le salieron los engaños según sus deseos, porque conocía bien este aspecto del mundo.
Por tanto, a un príncipe no le es vital poseer las características citadas, sino parecer que las tiene. Me atreveré incluso a decir que si las tiene y las observa siempre son perjudiciales, pero que si se aparenta tenerlas son útiles. O sea, parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso y serlo; pero estar con el ánimo dispuesto de tal manera que, si es necesario no serlo, puedas y sepas cambiar a todo lo contrario. Y se ha de saber que un príncipe, y máxime un príncipe nuevo, no puede observar todo por lo que los hombres son considerados buenos, pues a menudo, para conservar el estado, necesita obrar contra la fé, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. Pero es fundamental que tenga el ánimo dispuesto a cambiar según los vientos de la fortuna y las variaciones de las cosas se lo exijan, y, como se dijo más arriba, no alejarse del bien si se puede, pero saber entrar en el mal si lo necesita.
Por tanto, un príncipe cuidará de que no salga de su boca cosa alguna que no esté llena de las cinco características señaladas antes, y que, cuando se le vea y se le oiga, parezca todo piedad, todo fé, todo integridad, todo humanidad, todo religión. Y no hay nada más necesario que aparentar poseer esta última característica. Y los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos; porque a todos les es dado ver, pero a pocos sentir. Todos ven lo que tú aparentas, pero pocos sienten lo que eres, y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que tiene además, la fuerza del estado para que la defienda. Y en las acciones de todos los hombres, y máxime de los príncipes, donde no hay tribunal a quien reclamar, se atiende al resultado. Haga pues el príncipe todo lo posible por ganar y conservar el estado, y los medios serán juzgados honorables y alabados por todos. Pues el vulgo se deja seducir siempre por la apariencia y por el resultado final de algo, y en el mundo no hay más que vulgo, y la minoría no tiene sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse. Cierto príncipe de estos tiempos, al que no está bien nombrar (2), sólo predica paz y fé, y es acérrimo enemigo tanto de la una como de la otra y, si hubiese observado una u otra, le habrían arrebatado ó la reputación ó el estado.


(1) En la mitología griega, los centauros eran una raza de seres con el torso y la cabeza de un humano y el cuerpo de un caballo. Quirón era un centauro, hijo de Crono y de la ninfa Fílira, maestro de los héroes griegos: Asclepio, Jasón, Hércules, Teseo y Aquiles.

(2) Fernando el Católico.

de Nicolás Maquiavelo (1):

Nicolás Maquiavelo
1469 - 1527
Político, Filósofo y Escritor Italiano
El Príncipe
(fragmentos)

XV

"Pues un hombre que quiera ser bueno en todo es inevitable que fracase entre tantos que no lo son. Por lo cual es preciso que un príncipe, si quiere conservar el poder, aprenda a no ser bueno, y serio o no, según la necesidad".

XVII

"Porque de los hombres en general se puede decir esto: que son ingratos, volubles, hipócritas, huyen del peligro y están ávidos de ganancia; y mientras te portas bien con ellos y no los necesitas son todos tuyos, te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y hasta a sus hijos. Pero, cuando llega el momento, te dan la espalda. Y aquel príncipe que lo ha basado todo en sus promesas, al encontrarse falto de otros preparativos se hunde. Porque las amistades que se adquieren a costa de recompensas y no con grandeza y nobleza de ánimo, se compran, pero no se poseen, y cuando las necesitas no puedes contar con ellas. Y los hombres temen menos ofender a uno que se hace amar que a uno que se hace temer. Porque el amor se mantiene por un vínculo basado en la obligación, que los hombres, al ser malvados, rompen en la primera ocasión que les viene bien; pero el temor se mantiene gracias al miedo al castigo, lo cual no te abandona jamás".

domingo, 25 de octubre de 2009

de Nietzsche:

Friedrich Wilhelm Nietzsche

" Sie müssen den Feind zu suchen und nicht euer Krieg. Ihr sollt den Frieden als ein Mittel, um neue Kriege zue lieben und den kurzen Frieden mehr als den langen. Sie sagen. es ist die Güte der Sache rechtfertigt den Krieg, sage ich. dab die Güte des Krieges, der heilight jede Ursache ist"
* * *
“Debéis buscar vuestro enemigo y hacer vuestra guerra. Debéis amar la paz como medio para nuevas guerras, y la paz de corta duración más que la larga. Decís que es la bondad de la causa la que santifica la guerra; yo os digo: que es la bondad de la guerra lo que santifica toda causa”

de Esteban Echeverría (3):

Esteban Echeverría
1805 - 1851
Poeta y Escritor Argentino
El Matadero
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo. -A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes! -¡Viva Matasiete! -¡Mueran! ¡Vivan! -repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo. La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala. -A ti te toca la resbalosa -gritó uno. -Encomienda tu alma al diablo. -Está furioso como toro montaraz. -Ya le amansará el palo. -Es preciso sobarlo. -Por ahora verga y tijera. -Si no, la vela. -Mejor será la mazorca. -Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de indignación. -Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí? -¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás. El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones. -¿Tiemblas? -le dijo el juez. -De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos. -¿Tendrías fuerza y valor para eso? -Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame. -A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala. Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores. -A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque. -Uno de hiel te haría yo beber, infame. Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores. -Este es incorregible. -Ya lo domaremos. -Silencio -dijo el juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa? -Porque no quiero. -¿No sabes que lo manda el Restaurador? -La librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres. -A los libres se les hace llevar a la fuerza. -Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas. -¿No temes que el tigre te despedace? -Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas. -¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína? -Porque lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames! -¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador? -Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame. -¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas. -Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la mesa. Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros. -Primero degollarme que desnudarme; infame canalla. Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre. -Atenlo primero -exclamó el Juez. -Está rugiendo de rabia -articuló un sayón. En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando: -Primero degollarme que desnudarme, infame, canalla. Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos. -Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno. -Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro. -Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos. Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno. Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas. En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

de Esteban Echeverría (2):

Esteban Echeverría
1805 - 1851
Poeta y Escritor Argentino
El Matadero
-Che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero. -¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas. -Son para esa bruja: a la m... -¡A la bruja! ¡A la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡Se lleva la riñonada y el tongorí! - Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro. Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura. Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores. De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo. Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita. Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante. El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta. Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz. -Hi de p... en el toro. -Al diablo los torunos del Azul. -Malhaya el tropero que nos da gato por liebre. -Si es novillo. -¿No está viendo que es toro viejo? -Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o! -Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino? -Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro? -Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios! -Para el tuerto los h... -Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios. -El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete! -¡A Matasiete el matahambre! -Allá va -gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz-. ¡Allá va el toro! -¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio! Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre. -Se cortó el lazo -gritaron unos-: ¡allá va el toro! Pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago. Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: -¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! -¡Enlaza, Siete pelos! -¡Que te agarra, botija! -¡Va furioso; no se le pongan delante! -¡Ataja, ataja, morado! -¡Déle espuela al mancarrón! -¡Ya se metió en la calle sola! -¡Que lo ataje el diablo! El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa. El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas: -Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba. El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido. Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio. Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas. -¡Desjarreten ese animal! -exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros. Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: -¡Aquí están los huevos! -Y sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo. En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne. Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea. -¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero. -Perro unitario. -Es un cajetilla. -Monta en silla como los gringos. -La mazorca con él -¡La tijera! -Es preciso sobarlo. -Trae pistoleras por pintar. -Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo. -¿A que no te le animás, Matasiete? -¿A qué no? -A que sí. Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario. Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno. -¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre. Atolondrado todavía el joven, fue lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta. Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo. ¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte. -Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro. -Pícaro unitario. Es preciso tusarlo. -Tiene buen pescuezo para el violín. -Tocale el violín -Mejor es la resbalosa. -Probemos, dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.

de Esteban Echeverría (1):

Esteban Echeverría
1805 - 1851
Poeta y Escritor Argentino
El Matadero
A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo. Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo. Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos. Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios. Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina. Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias. Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas. No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación. Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y 1a penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos. Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo, se trajese ganado a los corrales. En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos! Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo. Sea como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero. -Chica, pero gorda -exclamaban-. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia. El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo. Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad. El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado. Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintura los siguientes letreros rojos: "Viva la Federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios". Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis, su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo. La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza. Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos. -Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno. -Aquél lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.

sábado, 24 de octubre de 2009

de Julio Cortázar (2):

Julio Cortázar
1914 - 1984
Poeta y Escritor Argentino
La noche boca arriba

"Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida"

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.


Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.


Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.


La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.


Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.


Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.


Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.


Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.


Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.


Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.


Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.


-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.


Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.


Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.


Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.


Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

viernes, 23 de octubre de 2009

de La Ciudad y los Perros:

La Ciudad y los Perros
de Mario Vargas Llosa
(comentario temático)

“Mientras la Vida, dice el eminente psicólogo alemán Erich Fromm, se caracteriza por el crecimiento de una manera estructurada y funcional, el individuo necrófilo ama todo lo que no crece, todo lo que es mecánico. La persona necrófila se mueve por un deseo de convertir lo orgánico en inorgánico, de mirar la vida mecánicamente como si todas las personas vivientes fuesen objetos. Todos los procesos, sentimientos y pensamientos de vida se transforman en cosas. La memoria y no la experiencia; tener y no ser es lo que cuenta. El individuo necrófilo puede realizarse con un objeto – una flor ó una persona – únicamente si lo posee; en consecuencia, una amenaza a su posesión es una amenaza a él mismo, si pierde la posesión, pierde el contacto con el mundo”. “Ama el control y en el acto de controlar mata la vida”.
La opresión, que no es sino un control aplastador, es necrófila. Se nutre del amor a la muerte y no del amor a la vida. Desde el momento en que se fundamenta sobre un concepto mecánico, estático, especializado de la conciencia y por el cual, transforma a los individuos en recipientes, en objetos, no puede esconder su marca necrófila. No se deja mover por el ánimo de liberar el pensamiento mediante el accionar de los hombres, los unos con los otros, en la tarea común de rehacer el mundo y transformarlo en un mundo cada vez más humano.
Su ánimo es justamente lo contrario: el de controlar el pensamiento y la acción conduciendo a los hombres a la adaptación del mundo. Equivale a inhibir el poder de creación y de acción. Y al hacer esto, al obstaculizar la actuación de los hombres como sujetos de acción, como seres capaces de opción los frustra.
Así, cuando por un motivo cualquiera, los hombres sienten la prohibición de actuar, cuando descubren su incapacidad para desarrollar el uso de sus facultades, sufren.
Sufrimiento que proviene “del hecho de haberse perturbado el equilibrio humano”. El no poder actuar, que provoca el sufrimiento, provoca también en los hombres el sentimiento de rechazo a su impotencia. Intenta entonces “reestablecer la capacidad de acción”.
Sin embargo, ¿puede hacerlo? ¿y cómo?, pregunta Fromm. Y responde que un modo es el de someterse a una persona ó grupo que tenga poder e identificarse con ellos. Por esta participación simbólica en la vida de otra persona, el hombre tiene la ilusión que actúa, cuando, en realidad, no hace sino someterse a los que actúan y convertirse así en una parte de ellos.

Tomado de "El Corazón del Hombre" de Erich Fromm.