domingo, 25 de octubre de 2009

de Esteban Echeverría (3):

Esteban Echeverría
1805 - 1851
Poeta y Escritor Argentino
El Matadero
-No, no lo degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo. -A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes! -¡Viva Matasiete! -¡Mueran! ¡Vivan! -repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo. La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala. -A ti te toca la resbalosa -gritó uno. -Encomienda tu alma al diablo. -Está furioso como toro montaraz. -Ya le amansará el palo. -Es preciso sobarlo. -Por ahora verga y tijera. -Si no, la vela. -Mejor será la mazorca. -Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de indignación. -Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí? -¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás. El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones. -¿Tiemblas? -le dijo el juez. -De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos. -¿Tendrías fuerza y valor para eso? -Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame. -A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala. Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores. -A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque. -Uno de hiel te haría yo beber, infame. Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores. -Este es incorregible. -Ya lo domaremos. -Silencio -dijo el juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa? -Porque no quiero. -¿No sabes que lo manda el Restaurador? -La librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres. -A los libres se les hace llevar a la fuerza. -Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas. -¿No temes que el tigre te despedace? -Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas. -¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína? -Porque lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames! -¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador? -Lo dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame. -¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas. -Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga, bien atado sobre la mesa. Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros. -Primero degollarme que desnudarme; infame canalla. Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre. -Atenlo primero -exclamó el Juez. -Está rugiendo de rabia -articuló un sayón. En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando: -Primero degollarme que desnudarme, infame, canalla. Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos. -Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno. -Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro. -Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos. Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno. Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas. En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.

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