jueves, 5 de noviembre de 2009

de Nicolás Maquiavelo (2):

Nicolás Maquiavelo
1469 - 1527
Político, Filósofo y Escritor Italiano
El Príncipe
XVIII. QUOMODO FIDÉS A PRINCIPIBUS SIT SERVANDA
(DE COMO LOS PRÍNCIPES HAN DE MANTENER LA PALABRA DADA)

Todo el mundo sabe cuán loable es que un príncipe mantenga la palabra dada y que viva con integridad y no con astucia. Sin embargo, en nuestros días hemos visto que los príncipes que han hecho grandes cosas han tenido muy poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres, superando al final a los que se han basado en la lealtad.
Por tanto, debéis saber que hay dos formas de combatir: una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de los animales. Pero, como la mayoría de las veces la primera no es suficiente conviene recurrir a la segunda. Por tanto, a un príncipe le es necesario saber utilizar correctamente el animal y el hombre. Esto se lo enseñaron a los príncipes de forma velada los antiguos escritores, que cuentan como Aquiles y muchos otros príncipes antiguos fueron entregados al centauro Quirón (1) para que los alimentara y los custodiase bajo su disciplina. El hecho de tener como preceptor a alguien mitad animal y mitad hombre significa que al príncipe le es necesario saber utilizar cualquiera de las dos naturalezas, y que la una sin la otra no aguanta.
Así pues, como al príncipe le es preciso saber utilizar bien su parte animal, debe tomar como ejemplo a la zorra y el león; pues el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Es indispensable, pues, ser zorra para conocer las trampas y león para asustar a los lobos. Aquéllos que simplemente se comportan como leones no comprenden nada de esto. Por consiguiente, un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se le vuelve en contra y hayan desaparecido los motivos que le hicieron prometer. y si los hombres fueran todos buenos, este precepto no valdría, pero, como son malvados y no te guardarían a ti su palabra, tu tampoco tienes porque guardársela a ellos. Y a un príncipe jamás le faltaron motivos legítimos para justificar el incumplimiento de lo apalabrado. De esto se podrían dar infinitos ejemplos y mostrar cuántas paces y cuántas promesas han sido inútiles y vanas, por el incumplimiento de los príncipes. Y aquél que mejor ha sabido comportarse como una zorra ha salido ganando; pero es necesario saber disfrazar bien esta naturaleza, y ser un gran simulador y disimulador. Y los hombres son tan simples y obedecen tanto a las necesidades del momento, que el que engaña encontrará siempre uno que se deje engañar.
No quiero silenciar uno de los ejemplos recientes. Alejandro VI no hizo ni pensó otra cosa que no fuera engañar a los hombres, y siempre encontró a alguien a quien poder hacérselo. Y nunca hubo hombre alguno que aseverase con mayor rotundidad, y que con mayores juramentos afirmase algo y que menos lo cumpliese. Pero le salieron los engaños según sus deseos, porque conocía bien este aspecto del mundo.
Por tanto, a un príncipe no le es vital poseer las características citadas, sino parecer que las tiene. Me atreveré incluso a decir que si las tiene y las observa siempre son perjudiciales, pero que si se aparenta tenerlas son útiles. O sea, parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso y serlo; pero estar con el ánimo dispuesto de tal manera que, si es necesario no serlo, puedas y sepas cambiar a todo lo contrario. Y se ha de saber que un príncipe, y máxime un príncipe nuevo, no puede observar todo por lo que los hombres son considerados buenos, pues a menudo, para conservar el estado, necesita obrar contra la fé, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. Pero es fundamental que tenga el ánimo dispuesto a cambiar según los vientos de la fortuna y las variaciones de las cosas se lo exijan, y, como se dijo más arriba, no alejarse del bien si se puede, pero saber entrar en el mal si lo necesita.
Por tanto, un príncipe cuidará de que no salga de su boca cosa alguna que no esté llena de las cinco características señaladas antes, y que, cuando se le vea y se le oiga, parezca todo piedad, todo fé, todo integridad, todo humanidad, todo religión. Y no hay nada más necesario que aparentar poseer esta última característica. Y los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos; porque a todos les es dado ver, pero a pocos sentir. Todos ven lo que tú aparentas, pero pocos sienten lo que eres, y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que tiene además, la fuerza del estado para que la defienda. Y en las acciones de todos los hombres, y máxime de los príncipes, donde no hay tribunal a quien reclamar, se atiende al resultado. Haga pues el príncipe todo lo posible por ganar y conservar el estado, y los medios serán juzgados honorables y alabados por todos. Pues el vulgo se deja seducir siempre por la apariencia y por el resultado final de algo, y en el mundo no hay más que vulgo, y la minoría no tiene sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse. Cierto príncipe de estos tiempos, al que no está bien nombrar (2), sólo predica paz y fé, y es acérrimo enemigo tanto de la una como de la otra y, si hubiese observado una u otra, le habrían arrebatado ó la reputación ó el estado.


(1) En la mitología griega, los centauros eran una raza de seres con el torso y la cabeza de un humano y el cuerpo de un caballo. Quirón era un centauro, hijo de Crono y de la ninfa Fílira, maestro de los héroes griegos: Asclepio, Jasón, Hércules, Teseo y Aquiles.

(2) Fernando el Católico.

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